Gilda Sánchez

¿Por qué envejecer es una paradoja?


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Cuando desde la juventud se piensa en la última etapa de la vida no nos resulta atractiva,  es un tiempo que  no deseamos alcanzar

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  • Cuando desde la juventud se piensa en la última etapa de la vida no nos resulta atractiva,  es un tiempo que  no deseamos alcanzar.

A lo largo de la historia, generalmente la figura de los mayores ha sido la responsable de transmitir la sabiduría, el conocimiento así como la encargada de preservar las tradiciones y la cultura.

En las antiguas culturas casi siempre valoraban a los ancianos; en ciertos Estados, así en Lacedemonia, integraban el Concejo, un órgano de dictamen inapelable. Esa distinción obedecía a que poseían un saber al que los que aún no habían alcanzado la vejez todavía no tenían acceso.

Por su longevidad los viejos gozaban de un aura casi sacra. Se los veía en una suerte de tiempo transhistórico al margen de los avatares y circunstancias de la vida cotidiana: desde ahí podían juzgar con mayores conocimientos y ecuanimidad.

Sabían simplemente porque habían vivido mucho (recordemos que saber se vincula con sabor, vale decir, con algo que se conoce porque se lo ha experimentado).

Platón, en su texto de la República, adopta una postura de máximo respeto por las vivencias de las personas mayores. Elogia a la vejez como etapa de la vida en la que las personas alcanzan la máxima prudencia, discreción, sagacidad y juicio.

En Egipto, en general, a la gente mayor se le asignaba el papel de dirigente por la experiencia y sabiduría proporcionada a lo largo de su vida. El vocablo anciano tenía una repercusión religiosa. Derivaba de la voz egipcia An, que se podía traducir como “manifestación divina” y del término Heh que significaba “suma de años”. De esta manera, cuando se pronunciaba la palabra An-Heh, se expresaba a alguien, que era “portador de los años”, es decir, un ser con experiencia, digno de respeto y consideración.

Siempre se procuraba que los ancianos, tanto si eran de clase social alta o baja, vivieran en un estado de Amaku, concesión real hacia las personas ancianas, que venía a significar que tenían asegurado el pan para todos los días de su vejez.

Este estatus de honor que la vejez confería en muchas culturas del mundo antiguo compensaba el hecho de saber que el paso hacia una nueva vida estaba cercano. Ello seguramente ayudaba a que  los mayores en vez de atormentarse, dejaban que sus corazones se inspiraran en dar sabios consejos y consideraciones útiles, para quien quisiera escuchar.

En la actualidad generalmente miramos con distancia el envejecer como algo que no nos incumbe, pero a lo que, casi sin darnos cuenta el  paso del tiempo nos  lo impone por necesidad. Sin embargo, saber que se ha alcanzado el sabor de la vida, compensa el hecho de saber también que se está al final de ella.

Así, esta etapa que  muy pocos quieren alcanzar, cuando se ingresa en ella acabamos acomodándonos  y sacándole lo mejor sin querer abandonarla ya que la siguiente etapa es la muerte.

La paradoja es que ¡nadie la quiere alcanzar y, cuando irremediablemente se llega a ella, nadie la quiere dejar!

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